La depresión es actualmente uno de los problemas de salud más frecuente que ha pasado de ser socialmente invisible a ser el problema de salud mental más popular. Hasta tal punto es así que las características y síntomas de la depresión forman parte habitual de nuestro lenguaje para identificar aspectos cotidianos de nuestra vida.
Estar ‘depre’ es una expresión común que no identifica al trastorno como tal, sino a un estado de ánimo pasajero, circunstancial y que se dice para expresar nuestro estado de ánimo, para aclarar cómo nos sentimos como consecuencia de algún suceso, o para justificar determinados comportamientos vinculados a nuestro quehacer diario (justificar retraso, lentitud, evitar tareas complejas o aburridas, etc.). Sin embargo, esa popularidad esconde un trastorno que, cuando pasa de ser una mera coletilla verbal, ejemplifica como ningún otro el sufrimiento humano: Las personas que se hayan visto incursas en un proceso depresivo saben como nadie lo que significa estar sumergidos en una tristeza profunda, en una desgana hacia casi todo, con una sensación de incapacidad personal que le lleva a pensar que nunca ‘saldrá’ de ese estado y que nunca volverá a ser feliz.
¿Qué ha pasado para que la depresión se haya popularizado y su incidencia haya ido en aumento? Sin ánimo de hacer una exposición exhaustiva sobre esos motivos, se pueden mencionar algunas razones. La primera de ellas está relacionada con el conocimiento más preciso que tenemos sobre lo que es la depresión, con la disponibilidad de profesionales de la salud mental más cualificados y con personas que la sufren que están mejor formadas e informadas para describir su estado de ánimo. En este sentido, no estaríamos ante un incremento de la depresión, sino que actualmente se diagnóstica más y con mayor precisión.
Una segunda razón es de carácter biológico. Hoy en día tenemos un mejor conocimiento de la bioquímica de la depresión y el papel que juegan determinados neurotransmisores en nuestro estado de ánimo. Es posible que los cambios ambientales (polución, contaminación…) y de hábitos alimentarios estén afectando al equilibrio bioquímico de la depresión, produciendo nuevas crisis, hasta ahora no previstas. Sin embargo, el ser humano no parece haber cambiado apreciablemente cómo para justificar en esos cambios ambientales y alimentarios el incremento de la depresión, por lo que habría que echar mano de cambios externos, cambios en nuestros hábitos y relaciones socio-laborales.
Una tercera razón trata de justificar ese aumento en las condiciones de vida en el denominado primer mundo. El evidente desarrollo que se ha producido en occidente ha supuesto una mejora en las condiciones de vida de la población y que se ilustra con el dato sobre la esperanza de vida: a principios del siglo veinte la esperanza de vida apenas superaba los 40 años para el territorio que es hoy día la Comunidad Europea. En estos momentos la esperanza de vida para ese mismo territorio supera los 80 años. Ese evidente progreso también ha conllevado una serie de cambios sociales: los avances se han vinculado a nuevas tareas, a la necesidad de estar actualizándose constantemente, el miedo a quedarse atrás, a no estar al día o a no poder promocionarse. Estas circunstancias suponen que debemos acometer nuevos retos, nuevos desafíos. Pocas veces estaremos seguros de nuestro desarrollo personal y profesional. Nuestra mayor seguridad es la incertidumbre, la seguridad de saber que pronto tendremos que acometer nuevos aprendizajes, nuevos desafíos. Y todo ello, con frecuencia, en desarrollos profesionales que no nos gustan, para los que no fuimos formados inicialmente y sobre los que anidamos la secreta esperanza de poder algún día hacer lo que realmente deseamos.
Esa incertidumbre no sólo alcanza al campo laboral y profesional, sino que llega hasta las relaciones sociales e interpersonales. Las sociedades se han ido diversificando y complejizando. La previsión que antes se tenía con respecto a nuestro mundo social se ha venido abajo. Antes era sencillo reconocer en nuestros vecinos, en nuestros compañeros de trabajo y estudio nuestro núcleo de relaciones interpersonales. Nuestra familia jugaba un papel de soporte afectivo importante. En ellos teníamos con casi total seguridad a nuestros mejores amigos y amigas, nuestros desencuentros personales y posiblemente la persona o personas con las que íbamos a compartir la vida. Todo ello conllevaba una seguridad añadida: aprendíamos con facilitad qué hacer y como relacionarnos con ese grupo de personas cercanas.
Hoy día la familia se ha restringido en su número y en su papel, las relaciones personales se han separado del grupo cercano de referencia. Ya no tenemos tantas seguridades en cómo nuestro comportamiento va a afectar a los demás, ya no los conocemos tanto, no podemos prever sus reacciones y sus comportamientos afectivos. Los deseos de estar con alguien, de vincular a esa persona o a ese grupo a nosotros, se mezcla con el miedo a no saber cómo hacerlo, al miedo a fracasar. Esta circunstancia genera una paradoja: vivimos en un mundo social, nos encanta estar con los demás, nos gusta especialmente estar con algunas personas que nos compensan afectivamente y, al mismo tiempo, tememos no saber cómo relacionarnos adecuadamente, miedo a que nos salga mal, a que no logremos vincularnos con las personas que realmente queremos (pareja, amigos, familiares…).
¿Cómo solventamos estas coyunturas adversas? Por fortuna la gran mayoría de las personas van adaptándose (por ensayo y error, esencialmente), van apreciando su trabajo (o buscan en él elementos positivos), se adaptan con mayor o menor dificultad a los cambios y van ajustando sus expectativas y sus metas a su desarrollo laboral y profesional. En el mundo social van construyendo una red de apoyo social más o menos estrecha, la gran mayoría vivirá en pareja y creará un núcleo familiar. Sin embargo, un pequeño grupo no podrá soportar la inseguridad e incertidumbre que supone un mundo laboral y profesional insatisfactorio, que nos obliga a estar permanentemente en alerta, que no tiene fin en la promoción, que se harta de competir y que se cansa de estar actualizándose en aprendizajes que no le compensan. Se hastían de lo insatisfactorio de sus relaciones interpersonales, de sus inseguridades, de su incapacidad para lograr establecer vínculos afectivos duraderos.
Ese pequeño grupo se va a desanimar, y si ese desánimo se mantiene en el tiempo, empieza a inundar a otros aspectos de su vida que hasta ahora le eran satisfactorios. Finalmente ‘contagian’ toda su vida de ese abatimiento y aparece una especie de rendición frente a la vida. Como suelen expresar algunas personas “no puedo más y no se puede más: me he estado engañando toda mi vida, pero esto es irresistible y este sufrimiento insuperable”.
Y así tenemos esta evolución creciente de la depresión: es probable que ahora la diagnostiquemos mejor, es posible que algunos cambios ambientales hayan afectado nuestro equilibrio bioquímico, pero, es mucho más seguro que esa evolución se deba a los importantes cambios en nuestras condiciones de vida.
Lilisbeth Perestelo-Pérez
Resumen del Capítulo 1 del libro “Me Deprimo” de Wenceslao Peñate y Lilisbeth Perestelo (Editorial: Pirámide. Madrid 2007)
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